fragmento de ciudad





¡Qué ligera olía la tarde en el inmenso patio de tierra! Acababa de llover y la niña dudaba si tejer una pulsera con maravillas de colores o trazar con una piedra la figura de aeroplano de un bebeleche. Al final decidió recoger los pequeños conos y aspirar otra vez el denso olor del eucalipto, combinado con el mínimo aroma de la madera de sus frutos. Eran dos macizos eucaliptos plantados en medio del patio de la vecindad. Ahora sabe que hundirían sus grandes raíces para arraigarse en la tierra, buscando los veneros del agua que venía del manantial de Ojocaliente, pero entonces sólo contemplaba sus gruesas ramas y sus hojas afiladas cayendo desde un cielo azul limpísimo.Nuestras madres usaban esas hojas como cocimiento y varias veces recuerda haber salido de una enfermedad como el sarampión o la viruela - después de días de trágica calentura- con un sabroso baño, aromático, en una tina que su madre metía en medio del cuarto.
¿Era feliz? Había de todo, pero aún puede percibir la dignidad que emanaba de la hilera de cocinas llenas de un humo negrísimo y espeso. Aunque había unas cocinas más humeadas que otras, por ejemplo, la de doña Cleofas se podía llevar un trofeo, pues había algo victorioso colgando de las estalactitas oscuras de las vigas. Eso sí, todas las dueñas de las cocinas eran grandes torteadoras. Habían venido cargando con el oficio desde sus lugares de nacimiento, allá en Santa María y otros ranchitos del Bajío. Se lo habían traído junto con los metates de piedra y las macetas de sus huertos, porque no dejaron morir la costumbre de curarse con ruda los dolores de estómago, con estafiate la bilis, y tampoco abandonaron la manía de ponerse “chiqueadores” de malva en las sienes para aliviarse los dolores de cabeza.
Menos olvidaron sus jaulas de pájaros cantadores, los gorriones, los canarios, los periquitos del amor, los cenzontles… ni las flores. Cada cuarto tenía una entrada escoltada por grupos de macetas, a cada cuarto transmitían su frescura los olores del romero, de la ruda, del huele de noche, y todos estos olores se juntaban en el patio y desde ahí llegaban hasta lo más hondo de cada uno de nosotros. Éramos unos hechizados. Ellas volteaban la masa blanca con sus manos y hacían cocer los delgados círculos sobre negros comales, bajo los que crepitaba la leña. La mayor parte de las mujeres eran viudas o mujeres solteras y habían coincidido en esa vecindad, que era propiedad de doña Librada Guzmán, prima de Cesarea Martínez.
Llegaron en oleadas, allá por los años cuarenta, venían huyendo del “año del hambre” y de otras mil calamidades. Allá los niños se les morían por falta de medicamentos, y los que les vivían no iban a la escuela, pues ellas, que creían todo lo que oían en la misa de los domingos, habían escuchado decir a los padrecitos que estaba prohibido mandar a los chiquillos a la escuela "socialista". Pero más que nada se les había venido la sequía y la soledad: los maridos se habían ido de braceros, o habían muerto de cualquier cosa, como congestión alcohólica o pulmonía. Llegaron aquí, al barrio de La Purísima, o al barrio de la Estación, como quieran llamarle, aquí a este sitio que tiene desde tiempo atrás vocación de encuentro, disposición de tianguis, de vendimia, de gente que reúne a vender y a comprar, a gritar y a escuchar lo gritado: ¡baratas y caladas las papayas!, ¡pásele marchantita!, ¡jitomates, a peso la pila! Aquí crecimos nosotros. Llenos de olores. Primero, inmersos en el olor a humo de las cocinas, después distanciados del olor a petróleo de los "aparatos", en las noches, cuando ellas, las abuelas, las tías, las primas, encendían los aparatos con sus llamitas amarillo-naranja y todos los chiquillos nos juntábamos en las cocinas, a oler primero y a saborear después, el té de limón y los tacos de frijoles de la olla, mientras ellas desgranaban sus historias, las historias de los aparecidos, o de Adán y Eva, de José y sus hermanos, de Jonás y la ballena, y sobre todo de Noé y su gran barco, donde los animales subían en parejas y donde la familia del patriarca se refugió mientras afuera llovió a cántaros durante cuarenta días, y que ,cuando dejó de llover, Noé subió a la superficie de su arca pero no vio nada fuera de la inmensidad del agua, entonces el patriarca mandó una paloma que no regresaba, hasta que cuando todos en el barco ya casi habían perdido la esperanza, la paloma volvió con una ramita de olivo en el pico. Entonces Noé y su familia supieron que se habían salvado, que nuevamente habría una tierra para ellos, y saliendo del arca dieron gracias a Dios. Ellas contaban esto con lágrimas escondidas detrás de los párpados bajos, y la niña nunca entendió sus sentimientos. Ahora las comprende : La Purísima había sido su nueva tierra.

Sus nombres son recuerdos de otros tiempos: doña Cleofas, doña Gumersinda, doña Benselada, Libradita, Ramona y Chuy, Chabela, Lolita, Conchita, Cándida, Cuca Guzmán, la tía Chenchita. Después de muchos años supo que su bisabuela era una mujer ruda y directa, como sólo puede serlo alguien que se llame Cesárea, y su abuela paterna era Merceditas, pero ella, su abuela materna tenía el hermoso nombre de Leonor. Leonor era apacible y callada. Cuando la evoca le aparece en la memoria un ramo de estrellitas, esas flores blancas y delicadas que sólo se encuentran en el monte después de los “tiempos de aguas”.
Pero Leonorcito también era fuerte, tan fuerte como sólo puede haberlo sido alguien que soportó la pérdida de la hija de la que venía embarazada cuando llegó aquí. Y no es que haya muerto Elvirita, como ella le llamaba, sino que la pobreza y el desamparo contribuyeron a que ellos, los padrinos de su bautismo, se la llevaran. Y, sin embargo, Leonor procuró ser feliz. O por lo menos, pudo dejar un recuerdo apacible de sus días.

Comentarios

Liliana ha dicho que…
Hola madre, es la segunda vez que escribo mi comentario, (es que la tecnología y yo no somos muy amigas). Me gustó tu cuento, como describes los olores y los colores; las mujeres. Creo que las palabras se perciben muy enteras, de esas palabras que da gusto pronunciar. Me agradó el final.

Sugerencia: el color de fondo es bonito, pero dificulta un poco la lectura, ¿no podrías combinarlo con otro?
Saluditos reina
Anónimo ha dicho que…
Hola hermana, estoy disfrutando amplia y emotivamente el cuento de un "fragmento en la ciudad", me ha ayudado también a recordar episodios reales de nuestra infancia. Gracias por compartir y poder manifestar ideas que integran creencias, constumbres, sentimientos. Además, de reconstruir e hipotetizar sobre la vida en particular de las mujeres que nos dieron vida, origen.
Ma. Elena.

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