Los ojos de la muerte








Quien fuera el buque de más potencia
para lanzarme al fondo del mar
para encontrarte perlita hermosa
que yo en tus brazos quisiera estar



Canuto Coronel amaneció muerto una mañana veraniega del mes de mayo. Apareció su cuerpo tirado cerca de las vías del tren, pero no fue el ferrocarril el que lo mató. Se deduce tal cosa de la aparencia de su cuerpo viejo, pero intacto, salvo en una de las sienes, donde manifestaba un golpe contuso que bien pudo habérselo causado al caer y pegarse contra una de las piedras que yacen cerca de los rieles. ¿Pero, y si alguien descargó sobre él el golpe? No se descarta la posibilidad de un crimen para robarlo, aunque se sabe que no acostumbraba llevar dinero encima. Eso lo sabían todos los del pueblo que lo habían conocido por más de cuarenta años. Pero pudo haber sido un forastero, o alguien que pudiera sacar provecho de su muerte. Quizá la joven mujer con quien se acaba de casar meses atrás. Tal vez el empleado que había corrido del billar sin hacer caso a sus justas reclamaciones. Sin embargo, hay un testigo que afirma haber visto que no había nadie cerca del señor Canuto cuando cayó a los pies de las vías. Hay que explorar otras posibilidades, incluso su historia personal. Se sabe que en el mismo cuaderno de pasta gruesa, donde llevaba la contabilidad de su negocio, escribía de tarde, en tarde.

Mal hecho, dientes de castor, por favor al pórtico. No era exactamente a mí al que llamaban de esa forma en el único cine de Estación Bandera, pero cada vez que el malhora letrero aparecía conjuntando las carcajadas del respetable, yo me sentía aludido. Volvía a mis años de infancia, allá en Jesús María, cuando llegaba el señor de la hacienda Los Cuartos y salían a verlo todos los del pueblo, hasta los perros. Pero mi madre permanecía tranquila, haciendo su quehacer, o torteando la masa. Tú estate quieto, Canuto, sosiégate, me decía, no vayas a saludar a ese señor que sólo se acuerda de venir a ver sus cosechas, pero no sus querencias. Sus querencias éramos ella y yo, porque según había oído decir el tal señor era mi abuelo. Pero no importaba, un día teníamos que dejar este pueblo de brujas, de sal en las puertas de las casas, de garzas blancas volando por encima de los árboles del jardín que está frente al templo. Un día nos tenía que cambiar la suerte. Y ese día llegó cuando se murió mi abuelo. Entonces mi madre, que nunca había querido nada de él, tuvo que aceptar la herencia de monedas de oro que repartieron entre todas las “querencias”, es decir, entre todos sus descendientes directos, hubieran sido legítimos o no. El licenciado que habló con mi madre, le dijo que la última voluntad de un difunto se respeta siempre. Y mi madre, a quien no le gustaba discutir con nadie, y menos con un muerto, le dijo que sí a todo y aceptó su parte, pero dijo: hasta hoy vivimos en este triste pueblo. Y nos venimos a vivir a Estación Bandera, porque era lo más nuevo de todo el Estado, un pueblo que recién comenzó su vida cuando se construyó la Presa Calles, lo que dio lugar al orgullosamente llamado Distrito de riego N° 1.
Y fue en Estación Bandera donde compré el billar que ahora tengo. No es mucho, pero es mío y ya que no tengo hijos a quienes dejar mi herencia, por lo menos procuro disipar el aburrimiento de este pueblo con las bolas de colores que los soldados y otros parroquianos tiran sobre el verde tapete apuntando sus tacos hacia puntos de fuga inaccesibles, pero propicios a la carambola que hace llegar a las buchacas una, dos o más bolas de un solo tiro.
El billar y la sinfonola fueron suficientes para que Canuto Coronel pasara las tardes sin otras apetencias que llegar a su casa a cenar con Crecencia, una delicada mujer que suplía su carencia de hijos con una ternura recóndita que repartía entre sus sobrinos nietos, para los que inventaba sobrenombres tan imposibles como “espuma de mar” para el más moreno de los escuincles, “fierísmo” para el más travieso, mientras que llamaba “trejito”, al cabezudo y burlesco muchacho mayor de su sobrina Felipa. Canuto llegaba por la noche y cumplimentaba también con los indómitos muchachos sus funciones de padre. Un día descubrió que uno de ellos había extraído dos billetes del bolsillo de su pantalón creyéndolo dormido. Con calma se percató que el ingenuo escondite para este dinero era el espacio debajo de la almohada. Llamó a Víctor, o a Raúl, o a Ricardo, ya no se acuerda a quién, pero sabe muy bien lo que le preguntó: ¿Ve usted este cuchillo? El muchacho en cuestión alargó la vista hasta un inaccesible punto de fuga, pero no pudo evitar decir que sí, que en efecto lo estaba viendo.
Mientras tanto, nadie podía evitar tampoco que Canuto pensara en otra cosa, que se adelantara varios años más tarde, que se viera viudo, solo, pensando sólo en la música, en los solitarios y últimos años de su vida. Que pensara en la música, porque siempre me ha fascinado la música, pero más que ésta, con su armonía o sus silencios son las historias que hay detrás las que me resultan inolvidables
En Santa Amalia vivía una joven/ linda y hermosa como un jazmín/ ella solita se mantenía/ cosiendo ropa para vivir/ El mal hermano le dice un día / oye hermanita del corazón/ ya tu hermosura me tiene loco / y tu marido quiero ser yo/ la pobre joven que lo escuchaba / en el instante le respondió/ mejor prefiero morir mil veces/ antes que logres manchar mi honor…
por hay preguntan quién había sido/ por hay pregunta la autoridad/ vinieron gentes de muchas partes / a ver el crimen de este lugar…
por fin confiesa que el había sido/ yo soy el hombre que la mató / vete hermanita, vete pal cielo/ que yo en la cárcel lo pagaré.


Tenía que ser mi ángel de la muerte; así lo siento ahora que voy descendiendo por esta cuesta sin fin, con el dolor del golpe en mi sien derecha. Me recargo en esta mujer, me aferro a sus manos, pero es inútil, sigo cayendo en un vacío cada vez hondo, en la negrura de este mediodía que igual puede ser medianoche, sigo cayendo mientras sueño que ella y yo caminamos por la vía del ferrocarril, aquí por donde nunca pasa nadie, aquí donde el ulular de los trenes nos ha perseguido otras noches, cuando vamos a dormir los dos a casa de su tío ¿a dónde iré a parar? No importa, mientras ella esté aquí, mientras no suelte mis manos, pero ¿y la piedra? ¿De dónde salió la piedra que golpeó mi sien? ¿De dónde emergió este dolor que desbarata con intensidad espantosa mis pensamientos? Ya no puedo pensar, ni ver, porque todo se ha hecho una masa sanguinolenta que baja por mis ojos....
Yo le dije a mi tío que no se volviera a casar, pero qué triste es ver cómo un hombre que toda su vida ha sido serio y maduro se convierte de pronto en un niño que no escucha razones, le dije que aquí le daríamos de comer y que por su ropa ni se preocupara, pero qué caso me hizo. Le reiteré que no tenía por qué volver a casarse y menos con esa mujer que ni bien está de la cabeza, y que a las claras se advierte que va tras su dinero, pero él se mantuvo en sus trece; y no es que estuviera enamorado de ella, no comadre, es sólo que esta mujer sí se había animado a servirle de compañía a un viejo de setenta y ocho años, cuando todas las viudas y quedadas del pueblo ya lo habían rechazado; pero como le decía, mi tío se convirtió en un niño, un niño que va tras su perdición como quien persigue un sueño.
Nadie sabe los misterios que encierra la vida de un hombre. Lo supo ese día mi sobrino cuando le enseñé el cuchillo y le dije que leyera la inscripción “soy para los malvados” musitó con cara compungida. Le dije que yo sabía dónde había escondido el dinero robado, entonces el chico lo devolvió con los ojos bajos. Lo había avergonzado, pero ese no era mi propósito. No había querido asustarlo, sólo darle una lección. Una lección que no me supe dar a mí mismo.
Al día siguiente de su muerte, un vecino madrugador encontró el cadáver cerca de los rieles. Su cabeza descansaba sobre una piedra, como si un ángel la hubiera depositado ahí con una levedad increíble. Esa noche las mujeres cantaron sin sosiego: Salgan, salgan, salgan, /ánimas de pena/ que el rosario santo / rompe las cadenas. Mientras tanto, Canuto se acordaba de otra de sus canciones preferidas: yo soy el buque de más potencia

Comentarios

Entradas populares de este blog

La corte de los ilusos, novela de Rosa Beltrán

César Vallejo. Donde la vida y la poesía se abrazan