filiación


Dos ángeles


A Liliana

Me contabas sobre tus clases de historia del arte, me hablabas acerca del dibujo a lápiz que Durero había hecho del rostro de su madre. ¡Qué impresión tan intensa causó entre tu grupo de compañeras la veraz trascripción de ese avejentado rostro! yo fui por un libro de pintura, y -dispuestas a renovar la sensación- buscamos entre las dos ese retrato. Cuando lo encontramos, la vieja mujer nos miró desde el fondo de unos ojos hechos a todos los desengaños. Entonces coincidimos en que uno de los méritos de los renacentistas fue haber perdido el temor a la fealdad; o el haber encontrado cómo plamar la belleza del dificil equilibrio entre el tiempo y la vida.
Luego me platicaste acerca del ángel de Caravaggio y me llevaste a la escena del viejo apóstol ¿era San Mateo?, el viejo discípulo de Cristo que escribe uno de los Evangelios sobre una rústica mesa de madera, mientras un muchacho alado se le recarga familiarmente, casi eróticamente sobre su hombro, al tiempo que una de sus manos, puesta sobre la rugosa mano del hombre viejo, dirige su escritura.
De pronto, sucedió la magia. En tus manos, que dibujaban la actitud del joven que aconseja al viejo, aparecieron unos alados ademanes; luego te surgió una cascada de risa cuando me comentaste que ese ser tan poco angelical- dijiste que más bien parecía un joven familiar del apóstol- no les gustó a los clérigos que habían mandado hacer el cuadro.
Caravaggio tuvo que regresar sobre sus pasos, desdecirse de esa espontánea libertad que les surge a los artistas como un regalo de la inspiración y pintó para ellos un evangelista barbón, que, un tanto atiesado, es acompañado de un ángel convencional con alas desplegadas, las mismas alas desplegadas y bailotantes de tu mímica.
Yo pensé en el momento que me acababas de hacer vivir y no quise que los ángeles se nos fueran por el caño de la desmemoria, los abracé con mis palabras para que se quedaran a vivir aquí.
4 de febrero de 2002

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